Hola, sí; soy yo.





(Que tengo medio de mi en las aceras de Madrid, abrazando unos hombros sobre los que apoyar cabeza y piernas. La otra mitad está aquí, llorando por ansiar estar entera y dejar atrás todo aquello que arranca mis tiritas de heridas aún sin cicatrizar..) Estoy bien.



Así está el panorama hoy, y lo cierto es que el análisis de mi parienta no ha servido de mucho.. ¿Para qué tanta carrera? Si luego cuando necesito un 'te entiendo' de madre solo sabe recordarme aquello a lo que sé que tengo pero no quiero volver. 
El pasado. ¿Cómo es el vuestro? Seguro que la gran mayoría ni pensáis en eso que se ha comido el tiempo; y os admiro, porque, ¿Para qué pensar en lo que ya no volverá a rozarnos? ¿Para qué recordar las sonrisas si no logramos entender sus razones? En fin. Quizá sea cierto que lo de idiota me caracteriza y la peor faceta felina que he podido adquirir es la de no saber adaptarme a cambios ni a nuevos entornos; mi alma sigue paseando sobre los tejados del barrio donde crecí, mis huellas siguen marcadas sobre los sucios cristales de las furgonetas y mi corazón sigue latiendo al ritmo de las palmas de mis amigos frente a las hogueras de verano.
La vida de otra clase está bien, pero siempre echas de menos fugarte de las obligaciones y perderte por mil calles.

Cambiando de plano, y una vez que llegué a cierta edad, mi pasado adquirió otro nivel.
Las épocas que menos solemos querer recordar son las que nos hunden el alma en pena. En mi caso, el peor recuerdo soy yo misma; me da miedo recordar lo que en un momento llegué a ser y por qué mi vida dió un cambio que consiguió partirme en dos; me permitió conocerme y, a su vez, perderme en mi misma. He aprendido tanto de la vida que hasta sé llorar por dentro. Aprendí a callar y a fingir sonrisas; escribí y dibujé lo que dolía, para no dejar ver que las estatuas frías también lloramos. Supe como mentir sin parpadear y lo mejor de todo lo peor es que hoy sé vivir con un peso que en su día me cambió los grados de curvatura en la sonrisa.

Pero sigamos, después de todo dicen que la vida es como esos códigos de barras que encontramos en el paquete de café, por ejemplo. ¿Sabéis lo que os digo? Cada código es único, como la vida de cada persona, luego, las barras intermitentes en tamaño y el color blanco y negro simbolizan las temporadas; vivimos bien mientras nuestro reloj interno marca en la línea blanca y cambia repentinamente a la negra mientras los vuelcos dolorosos nos sacuden en la vida. 
Nuestro código de barras habla de nosotros al igual que lo hace el del café; el láser lector marca que es la mejor marca del mercado, su peso en gramos y su valor en euros. Nuestro código habla de cuánto hemos sufrido y la clase de persona que somos; habla de cuánto pesa nuestra conciencia y cuánto es que vale nuestra confianza.
Se nos puede leer como un libro abierto y nuestras intenciones se pueden oler como cuando destapamos del vacío el pack de este café adquitido; su aroma se expande y ya sabemos que la taza de la mañana siguiente será exquisita, porque esa esencia del grano ha logrado calarnos.

Así somos, predecibles, otro más de los errores del ser humano; pero no el peor. Sentir, muchas veces, es el más feroz de los cascanueces si de querer se trata.
Lo cierto es que no estoy segura de si he amado realmente a alguien en mi vida, pero lo que sí puedo admitir con total seguridad es que sé amar, y sé cuando duele. Eso que llaman corazón lo tengo más operado que la nariz de Belén Esteban, y eso ya es decir.
Los hombres de mi vida no han sido muchos, pero sí han sabido dejar huella considerable, y no precisamente por sus dotes o heridas por espinas de rosas. 
Jamás llegué a entenderos, caballeros. Ni siquiera aprendí a mis años a convivir con mi propio padre, ¿Qué esperáis los demás? Nunca he sido la lady que me enseñaron, ni supe adaptarme a personas con las cuales quizá hubiera tenido una relación de esas de años; siempre caí en la monotonía (a la que quizá me empujaron) y me cansé de 'tequieros' que olían a ron. No sé, quizá siempre fui demasiado mala en esto de entablar relaciones y por mala suerte siempre me tocaron burros de entre la caballería. Es posible. Pero después de todo he de admitir que los hombres sois los mejores tutores de vida; me habéis enseñado a joder de maravilla (en cada uno de sus sentidos), a besar de mil formas y a mentir mientras sonrío. Me habéis enseñado a olvidar y gracias a ello he sabido hoy deshacerme, en cierto modo, de puñaladas que aún escuecen pero que, a día de hoy, no ahogan tanto como cuando vinieron dadas por un abrazo..


En fin, tanta vida en tan poca yo. Tanto dolor y, fíjate, aún sigo respirando.
Supongo que hablar de vez en cuando de una misma no me dejará sin cola y no habrá gato lo suficientemente valiente como para comerme la lengua. Respirar sin pensarlo y caminar sin contar los pasos a veces sienta bien, pero no saber hacerlo siempre me hace ser yo. 
Quizá no pueda olvidar nunca, y es muy probable que estos arrebatos de recuerdos me ahoguen un día de estos; pero todo está bien, y lo seguirá estando mientras quede una mínima oportunidad de cerrar una herida con otra.