¿Conocéis
el origen de la sonrisa?
Hace
ya mucho tiempo—tanto que ni siquiera
sabría aproximar—existió una mujer tan triste, que cada vez que pasaba
cerca de uno de esos músicos de calle, éste desaprendía cualquier canción de
amor y sólo podía tocar melodías fúnebres. Lo mismo les pasaba a los poetas; ya
nadie supo amar. Nunca. Ninguno de ellos volvió a escribir un ‘te amo’ e
incluso dicen que ella mató al último bardo con una de sus miradas enmarcadas
en nubes (Yo no lo sé, no lo confirmo, porque sería cuestionar a los que ahora
presumen de sus rimas...). El caso es que ella era cortesana; una hetera de la antigua
Grecia, la puta más cara de Madrid... Cómo queráis. Y recorría bares, posadas y
mercados buscando hombres dispuestos a llorar y pagar por sus servicios.
Mientras tanto, al otro lado del pañuelo, contaban que vivía
un hombre que lo tenía todo. Él era feliz. Y se le conocía porque era de esos
tipos que siempre sabías dónde andaba bebiendo cerveza porque su risa
estridente resonaba a kilómetros.
Bueno pues, como todos sabéis, cuando una persona lo tiene
todo sólo vive para poseer aquello que los demás desgraciados dan por imposible,
aunque realmente no exista o ni siquiera le haga falta; la solución a la
muerte, el iPhone 7, la única puta triste que en vez de ladillas te pegaba su
desgracia...
Y la hizo llamar.
Tras un largo viaje, ella apareció en aquel bar en el que ese
hombre feliz reía junto a sus amigos. Se acercó y—tras hacer callar
a toda la mesa con su bella presencia—le posó su fría mano sobre el
hombro y le hizo saber que le esperaría en una de las alcobas de la posada del
pueblo.
Él llego a la cita más pronto que tarde; excitado por la emoción de
añadir a su lista absoluta el nombre de esa tristemente famosa cortesana. Reía
por la gracia de su propia fortuna, mientras se aflojaba el cinturón y hacía
salir sus pies de sus botas de cuero. Entonces, entró ella.
La tenue luz del candelabro se hizo más tenue aún, si cabe. El calor de
la chimenea de la esquina dejó de calar en la piel, para dejar paso a la
humedad que ahora sucumbía a través de las ventanas por la lluvia que ahora
empezaba a conquistar el oscuro callejón. Y ahí pasó todo:
Se dispuso a comenzar con su ritual cuando nació cierta tensión en aquel cuarto... ¡No podía ser cierto! Cayó en la cuenta de que entre la dicha y el perfume caro de ese idiota no
había amor que destruir, ni ilusiones que romper, ni sueños que matar. En él no
había nada. Nada que su vestido gris—ahora tirado a su alrededor sobre
el suelo de madera—pudiese acongojar...
Lo miró sorprendida y asustada, y no pudo hacer más que sollozar
profundamente. ¿Aliviada? No lo sé. Quizá sólo estaba intentando aprender a no
sufrir. Lo aprendía en ese justo momento...
Él la estaba observando. Sus juguetones dedos dejaron de girar la copa de vino que
aguantaba entre los dedos y—sin dejar ni un solo segundo de mirar a su desnuda sierva gris—se levantó del sillón para dar los tres pasos que separaban
a Tristeza y a él, Júbilo. Le puso su gran mano sobre la tez y notó algo
extraño en su propio pecho; algo le estaba faltando al hombre que lo tenía
todo: YA NO REÍA. Ahora sus ruidosas carcajadas se reducían a una leve franja
entre sus labios. Una extraña curvatura que no sabía controlar; que estaba ahí y
desaparecía, y volvía, y desparecía de nuevo...
Tristeza pasó dos dedos por los labios de aquel necio; se sentía
divertida. Sin saberlo, claro. ¿Cómo iba a divertirse un alma en pena? No sé,
ni ella tampoco, ya os digo. Pero la misma curva tonta se tatuó sobre su desalentada boca.
—
Bueno, no voy a entrar en detalles... Sólo queda decir que, a partir de aquella noche, los poetas aprendieron a escribir sobre amor
sin morir en el intento y los músicos callejeros tocaron canciones de desamor
mientras las parejas bailaban abrazadas en medio de la plaza. El mundo se
volvió loco; las personas aprendieron a estar felices aun teniendo razones para
no serlo, y los felices incluso lloraban a veces. Todos sonreían. ¿Y qué podía
pues, ser la sonrisa, si no el son de un sollozo y una risa?