Hace tiempo que intenté dejar de saber de ti, y hace tiempo
que también lo dejé por parecerme demasiado imposible; como el fumar. Y no es
que te disfrute mucho; ni me relajas, ni me matas. Pero tienes esa nicotina sin
la cual respirar me parece un arte absolutamente doloroso.
A pesar de eso, puedo sin ti; tú me enseñaste.
Por otra parte, siempre supe –supongo que porque lo dejaste
claro desde el principio– que no eres una mujer que busca un príncipe que la
baje de su torre, qué va; tú estás bien ahí, y hasta puedo decir que te quedan
preciosas las alturas por el mero hecho de que caer al vacío no te asustaba en
absoluto, aunque… ¿De qué me sorprendo? Si antes de llegar al suelo son mil las
manos que estarán ahí para socorrerte; no sin antes intentar meterte mano… Malditos mis celos. Maldita tú, que me devoras relamiendo cada una de mis
costillas; haciendo más y más y más frágiles los barrotes que, ahora
inútilmente, tratan de mantener a salvo a ese cansado y palpitante fumador
pasivo.
_
Aún me acuerdo de aquella última lección que me diste antes
de desaparecer: no había mujer más sabia que la peor tratada por la vida. Su
vida. Esa que probablemente haya protagonizado en múltiples ocasiones algún –o
varios– afortunados y desagradecidos nombres masculinos.
En su momento no me di cuenta, pero ahora sé que nunca
hablaste de ti cuando te referías a esas sabias féminas: hablabas de putas.
Mujeres de faldas cortas y sucio corazón.
Sí. Te referías a ellas como a las diosas de la sabiduría,
las pensabas cuales eternas musas del amor roto y remendado con encaje y
lubricante; ellas eran (sin ser un modelo a seguir) la perfecta modelo posando
ante el objetivo que le había marcado el destino: jugar al amor hasta que se
queme Roma de tanto usarlo, o buscar los caminos hacia ésta recorriendo mil
cremalleras en una sola noche…
Es igual, el caso es que eran la mejor sonrisa sin marco ni pedestal;
dejando a la vieja Gioconda en total desventaja.
Con esta idea rondándome la cabeza y tras no encontrar un
minuto del día en el cual no habías pasado por mi mente opté por subir al coche
sin pensar a dónde iba, soltándome mientras el nudo de esa corbata roja que me
ahogaba simulando mi cuello entre tus dientes.
Arranqué, suspiré, y no sé si en ese momento se puso en
marcha mi corazón o el frío motor, pero fuese como fuese me sentí profundamente
aliviado al notar la carretera perdiéndose entre las ruedas. Di tres vueltas a
la manzana, y tras darme cuenta de que mis dudas no llegaban a ninguna
certidumbre; decidí hacerte caso.
Conduje hasta la parte más oscura de la ciudad, donde el
tiempo se trazaba en rotondas, luces halógenas y giros de humo que se enredaban
entre dedos de mujer y pelo enlacado.
Y ella estaba ahí; imponente. A pesar de los quince grados
que entraban por mi ventanilla y hacían que el vello de mi nuca recordase tu
aliento, ella solo fumaba. Sin temblar, sin perder la altanera y elegantemente
vulgar compostura alzada sobre sus catorce centímetros al borde de la calzada,
esperando un nuevo amor que venga dispuesto a pagar por ser completo…
–
Perdone, señorita…
Estúpidamente obvio; nunca supe tratar con una puta. Creo
que principalmente eso se debía a que nunca antes había necesitado los abrazos
de ninguna, y mucho menos busqué los servicios y la compañía de una mujer que
sabía fingir sonrisas, orgasmos y lo que le pidieses a cambio de billetes que
le pagasen la manicura.
Busqué en su mirada enmarcada en grumoso rimmel una ayuda
para amenizar este incómodo momento de vuelta a la adolescencia y de no saber
si mirarle al canalillo, a los ojos o intentar encontrar escrita sobre sus
infinitas piernas una chulla que me salvase de ese arrepentimiento que me subía
por los talones…
¿Qué hago aquí? Maldita seas. ¡Me vuelves loco! Y lo sabes…
Y te encanta. Y te mataba.
–
¿La primera vez? Cuándo aprenderéis los hombres
a disimular la flojera… En fin; tanta polla y tanto coche y pareces tener diez
y siete años.
–
Perdone… Verá, le puede parecer un tanto extraña
mi proposición, pero necesito…
–
¿Extraña? – río– Vamos, ¿Qué quieres?
–
No busco sexo…
–
Lo sé. No me hubieras tratado de usted, y viendo
tu coche y esa corbata diría que tu sitio no es este callejón.
–
Necesito palabras.
–
¿Y qué esperas de una puta?
–
Lo que no supe ver y oír de ella; quiero
conocerla y ya no la tengo… ¡Me volveré loco si no me ayuda! Hoy. Esta noche.
Quiero que sea la última que pase sin tenerla a mi lado…
–
…
–
Por favor, no quiero ser uno más de sus
clientes; no quiero traer mis latidos a este callejón, buscando una espalda
sobre la que correrse… Quiero su espalda, y que si mi corazón se tiene que
romper que lo haga en su boca.
–
Tú pagas el café, y mi tiempo. Y tabaco;
necesito tabaco.
–
¿Dónde podemos ir?
–
A mi consulta…
Subió a mi coche y me indicó la dirección hacia un bar de
carretera de la zona, así que podéis imaginar el estado y el café del lugar…
Acabamos los dos con un Jack doble entre manos, sentados en
la esquina más andrajosa y mientras ella guardaba el tabaco en el bolso yo solo
esperaba no haberme equivocado.
–
¿Cómo es ella?– Dijo sin dejar de rebuscar en su
bolso.
–
Pues delgada, alta, preciosa…
Interrumpiendo mi fantasía mientras te imaginaba tendida en
mi cama para estudiarte y describirte de la manera más precisa que en ese
momento podía, se echó a reír escandalosamente sin sacar la mano del bolsillo,
dejando el eco de su desgastada voz muy por encima de la música del local. No
entendí nada, a parte de sentirme un completo idiota.
–
¿De…de qué te ríes?
–
Te he preguntado cómo es, no cómo la ven todos.
Me da igual si pesa ochenta kilos o es pelirroja; quiero saber cómo la ves tú.
Reflexioné por un momento, esperando ahora acertar con la
respuesta con tal de evitar que los cuatro camioneros que ahora conquistaban el
bar se girasen para ver qué es lo que tanta gracia le hace a la señorita que me
acompaña…
–
Bueno, pues entonces ella es como yo nunca
llegaré a ser. Sabe sonreír con la mirada, y en su garganta esconde todas las
veces que me dejó sin aliento por quedarme perdido en sus ojos. Ella es. Y no
le importa si a su alrededor todo arde; su corazón siempre mantendrá sus finas
manos lo suficientemente frías como para proteger del fuego esas pequeñas cosas
que ella valora. Siempre la admiré por eso; yo nunca supe dejar de ser un
cabrón apasionado…
–
Por eso se fue.
–
¿Cómo sabes que lo hizo? Quizá así lo quise yo,
quizá fuese mejor así…
Mi voz sonó entrecortada y nerviosa, pero no precisamente
por el orgullo. En cambio ella se serenó, adoptando una pose ahora más seria y mirándome
fijamente a los ojos. Como esperando algo de mi…
–
Si hubieras querido que se fuese no estarías tan
desesperado por recuperarla. Eres de esos que jamás han valorado a una mujer
hasta que una de ellas, quizá sin quererlo, te desabrochó la camisa y se coló
en un corazón que estaba tan vacío como lleno de cosas sin valor. Y corrígeme
si me equivoco, pero no supiste que la querías hasta que ella se fue y dejó su
perfume impregnado en cada una de esas cosas; en cada uno de los cojines del
sofá, en cada cortina… Cada mañana solo pensabas en ella, pero ella era lo
único que ya no tenías.
–
Cállate…
–
No me pagas para que lo haga.
–
Entonces dime qué hago ahora, porque todo eso
que no hice o dejé pasar lo tengo claro, créeme.
–
Dejé de creer en los hombres hace ya muchos
años, cariño. Y, además; no soy yo la que tiene que creerte, no soy yo la que
espera tu verdad… Es ella. – dijo sonriendo sarcásticamente dejando entrever
mínimamente sus dientes, ahora manchados de carmín.
–
Pero…
–
¿Tienes miedo?
–
Llámalo pánico, vértigo, cobardía… El miedo es
de valientes, yo ya no sé cómo seguir.
Y el silencio se apoderó de nuestro rincón mientras ella prendía su cigarro dejando ver, al reflejarse el fuego en sus
ojos, que sabía perfectamente de qué le estaba hablando.
Ella sentía lo que yo, o lo había sentido, o qué más da; el
caso es que la tristeza verde que reflejaba su mirada ya la había visto en
algún lugar… Quizá en aquella ocasión en la que decidí que quererte me venía
demasiado grande y forcé tus lágrimas hasta que me mandaste a la mierda. Sí.
Fui un cobarde una vez más por no saber cómo se ama a una mujer, y más si dicha
mujer sabe más de ti que tú mismo.
Eras tanto, que me dio miedo que fueras más fuerte que yo…
Y, simplemente, huí.
–
Creo que ya sé lo que he de hacer.
–
¿De verdad? ¿O a mi también me tienes miedo y
vas a huir con el rabo entre las piernas?– se burló de mi, sacudiendo las
cenizas en el cenicero.
–
No quiero seguir huyendo, quizá porque ya haya
estado en el sitio ideal donde esconderme de todas esas cosas que antes me
daban miedo. Quizá ahora quiera vivirlas cada día… He comprendido que ella es
ese lugar, y que lo único que hice al apartarla de mi es romper con todo lo que
me podía salvar la vida.
Sí, ¡Joder! Ahora lo veía todo claro: ella quería salvarme
de mi mundo. Quería enseñarme que había vida mucho más allá de lo que hasta
entonces me rodeaba; que existían los problemas, que dolían, que podrían llegar
a partirte en dos… ¿Y qué hice yo? Escapé pensando que ella era como yo; que me
atraparía en su carcasa y que ahí dentro solo habría discusiones, sexo y más
discusiones. Que se duplicaría lo malo y me agobiaría.
Claro, soy gilipollas.
Escapé de mi mismo dejando atrás el corazón y mi anestesia,
quedándome ahora con todo lo que ya no me importaba perder porque ya no me
hacía falta: el coche, sin su ropa interior tirada sobre los asientos; las
camisas inmaculadamente blancas, sin sus manchas de carmín en mi cuello; las
tazas de la cocina, sin su café recién hecho… Nada tenía sentido sin ella. Ni
siquiera yo.
–
Bravo, veo que de algo te ha servido gastarte una
fortuna en mi esta noche. ¡Estás loco! Con lo fácil que es dejarte querer y tú
has necesitado que una puta te enseñe a hacerlo… Los hombres no tenéis ni pies
ni cabeza; pensáis con los huevos y os dais hostias en vez de calcular los
pasos. No sabéis lo que perdéis hasta que lo gana otro y… En fin, vuelve y sálvate.
Quiérela. Y deja que ella haga lo mismo contigo. Porque puede ser que algún día
despiertes en tu enorme cama, viendo como ondean las cortinas y te des cuenta
de que sería todo mucho más normal si su perfume no impregnase la almohada de
al lado; si sus vestidos no estuviesen esparcidos por el suelo… Sin el olor a
café que te viene desde la cocina y sin sus pisadas sobre el mármol,
delatándola después de la ducha y haciéndote saber que está desnuda, fría y de
puntillas esperando tu abrazo por la espalda y un ‘buenos días’ al oído.
…
¿Queréis saber una cosa? La puta tenía razón: lo normal no
nos gusta, por mucho que estemos acostumbrados a ello. La rutina jamás nos absorberá
mejor que unos labios dispuestos a susurrarnos un ‘te quiero’ cuando menos lo esperemos
y más falta nos haga… Por eso es mejor el caos; aunque se finja, aunque nos
dure poco: siempre es mejor equivocarse intentándolo que dejándolo de hacer
porque, al fin y al cabo, ¿Para qué quiero un corazón si nadie viene a romperlo
cuidadosamente de vez en cuando?